EL NUEVO NACIMIENTO «El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios.» (Juan 3:3). En la vida ordinaria, se ocupa el hombre con preferencia de las cosas que le son más necesarias para su existencia. Por eso en tiempo de hambre o escasez, nadie encuentra extraño que el precio del pan sea el tema de todas las conversaciones; todos ven en ello una cuestión de interés vital para el pueblo; nadie piensa en lamentarse por las continuas declamaciones de todos, ni por leer constantemente en los periódicos, artículos que traten sobre la materia. Yo tengo una excusa de la misma naturaleza que presentaros, mis queridos oyentes, para venir hoy a entreteneros con un asunto tan a menudo tratado como el nuevo nacimiento. El tal asunto es, en efecto, de una importancia sin igual; es la clave, el punto esencial del sistema evangélico; es un punto en que están acordes todos los verdaderos cristianos, sin excepción. En cierto sentido, puede decirse que la regeneración O EL NUEVO NACIMIENTO (que son una misma cosa) es el fundamento mismo de la salvación, donde descansan nuestras esperanzas para el cielo; y lo mismo que un arquitecto pone sumo cuidado para que el edificio que bajo su dirección se construye, esté sólidamente sentado sobre su base, así debemos nosotros examinar diligentemente si, en realidad, hemos nacido de nuevo, y estamos, en consecuencia, seguros para la eternidad.
Muchas almas se jactan de ser
regeneradas que, en realidad, no lo son. Conviene, pues, que cada cual
examine esto a menudo, y es deber de todo ministro del Evangelio, tratar
frecuentemente este asunto, tan propio para que los hijos de los hombres se
prueben seriamente a sí mismos; tan a propósito para que sondeen sus
corazones y sus vidas. I. Ante todo, queridos amigos, desearía haceros comprender bien lo que es EL NUEVO NACIMIENTO. Observad la figura empleada en el texto: dice que la persona ha de nacer de nuevo. Evidentemente es esta una cuestión del todo distinta de ciertas reformas exteriores. Para que resalte mejor la diferencia esencial que existe entre un cambio de esta especie y el cambio radical del nuevo nacimiento, permitidme recurrir a una especie de parábola. Supongamos que en Inglaterra, por ejemplo, hay una ley prescribiendo que nadie puede ser admitido en la corte, ocupar los empleos públicos ni gozar de los privilegios pertenecientes a la nación, si no ha nacido en el suelo inglés. Supongamos, también, que sea ésta una condición sine qua non (indispensable), una condición que nada puede reemplazar; de modo que, un hombre, no habiendo nacido en territorio británico, aunque posea todas las ventajas y todas las cualidades imaginables, por el solo hecho de ser extranjero, tiene que ser privado del título y derechos del ciudadano inglés. Supongamos ahora, que un extranjero, un indio por ejemplo, llega a Inglaterra queriendo, a toda costa y por cualquier precio, naturalizarse; él conoce sin embargo la ley del reino; él sabe que esta ley es formal, absoluta, inmutable; no obstante quiere eludirla y dice: «Estoy dispuesto a hacer toda suerte de concesiones. En primer lugar cambiaré de nombre; en mi pueblo tenía un nombre muy sonoro, me llamaba Hijo del viento de oriente, pero en adelante tendré, como cualquiera de vosotros, un nombre cristiano; me llamaré Juan o Felipe, pues quiero ser ciudadano inglés.» ¿Logrará este hombre escapar así a las exigencias de la ley? Vedle cómo se aproxima a la puerta del palacio y pide su admisión en la corte. -¿Ha nacido Vd. en Inglaterra? -tal es la primera pregunta que se le dirige. -No -responde él-, pero he tomado un nombre inglés. -¡Qué nos importa eso del nombre! -le replican-; la ley es positiva, y no habiendo nacido en este país, nunca será admitido aquí; aun cuando llevara el nombre de los «príncipes de la sangre». Queridos oyentes, esto es aplicable a cada uno de vosotros. Todos, o casi todos al menos, hacéis profesión de cristianismo. Viviendo en una comarca llamada cristiana, consideráis como una deshonra el no llamaros cristianos. No sois paganos ni infieles, judíos ni mahometanos. Estimáis que el nombre de cristiano es recomendable y, en consecuencia, queréis llamaros así. Pero no os engañéis, pues no se es cristiano por llevar el título de tal; y el mero hecho de que exteriormente estéis unidos a la religión del Evangelio u otra, por ser la dominante en vuestro país, de nada absolutamente os servirá, si no llenáis la condición precisa para ver el reino; y en otras palabras: si por el nuevo nacimiento no os ponéis bajo la dirección inmediata y exclusiva de Jesucristo. «Pero continúa diciendo nuestro indio- estoy dispuesto también a renunciar a la manera de vestir de mi raza; en adelante, adoptaré los vestidos europeos, sometiéndome, si es necesario, a las exigencias más caprichosas de la moda; el ojo más listo nada descubrirá en mí que denuncie mi origen. Mirad: estas plumas con que adorno mi cabeza, las arrojo para que las lleve el viento; mi mano no tomará más el hacha y abandono para siempre este traje especial. En lo sucesivo, seré inglés por mi vestido y por mi nombre. Ataviado así con traje de corte y vestido según todas las reglas de la etiqueta, ¿no podré presentarme ante Su Majestad?» Discurriendo de esta suerte, llama de nuevo a la puerta del palacio; pero ¡vana esperanza!, pues el acceso a la corte se le impide aún; porque la ley exige que los que entren sean ingleses de nacimiento, y toda la perfección y elegancia de su traje no basta para subsanar la falta de la condición impuesta. Así sucede a gran número de los que me oyen. Vosotros no lleváis solamente el nombre de cristianos, pues os conformáis, además, con las costumbres cristianas. Frecuentáis asiduamente la casa de Dios; los domingos vais a vuestras iglesias o capillas; os cuidáis de que se observen en vuestra familia ciertas formas religiosas, tal vez vuestros hijos os oyen pronunciar alguna vez que otra el santo nombre de Jesús. Hasta ahí todo va bien, muy bien, y no quiera Dios que os critique por ello; sin embargo, recordad que estas cosas, buenas en sí mismas, se convierten en malas si no vais más allá. Tened presente que a pesar de todas estas manifestaciones de piedad, seréis excluidos del reino de Dios, a menos de añadir la cosa esencial, lo que da valor a t9do lo demás, esto es, el nuevo nacimiento. Sí, queridos oyentes, adornaos tanto como queráis con las magníficas galas de una piedad exterior; ceñid vuestra frente con las brillantes flores de las obras de beneficencia y haced de la integridad un cinturón para vuestros riñones; poned en vuestros pies el calzado de la perseverancia y atravesad la vida como hombres leales y rectos; pero sabedlo: esto, sin el nuevo nacimiento, a los ojos de Dios es como nada; «lo que es nacido de carne, carne es», y si sois extraños a la operación regeneradora del Espíritu Santo, os digo en verdad, que las puertas del cielo os quedarán cerradas para siempre. Pero habla de nuevo nuestro indio, y dice: «Haré más que cambiar de nombre y traje, aprenderé también vuestro lenguaje. Renuncio al dialecto de mis padres; los extraños sonidos que no hace mucho hacía repercutir en la floresta virgen o la salvaje pradera, no pasarán más por mis labios; olvidaré el Shu-Suhgah y todos los gallardos nombres con que designaba mis aves y mi ciervo; hablaré como vosotros, mis ademanes serán como los vuestros. No adoptaré solamente vuestro vestido, pues además me aplicaré cuidadosamente a reproducir vuestras maneras, vuestro tono, vuestro acento, vuestra voz; hablaré vuestra lengua con pureza y corrección sin igual; en una palabra: os imitaré de tal manera que se me podrá confundir con un inglés de nacimiento. ¿No podré entonces presentarme en la corte?» -Jamás -responde el guarda del palacio-, hagas lo que quieras, tu admisión aquí es imposible; porque el que no ha nacido en este país no franqueara esta puerta. Ocurre lo propio con algunos de vosotros, queridos oyentes. Vosotros habláis exactamente igual que los cristianos; tenéis, en verdad, más fecundidad religiosa, pues os habéis dado a copiar tan minuciosamente las gentes piadosas, que habéis concluido por exagerar el modelo; vuestras más insignificantes palabras están como confitadas de devoción, pero un ojo perspicaz no tardará en descubrir la falsificación. Con todo, se os considera; generalmente, como cristianos de buena ley. Habéis leído las biografías de creyentes distinguidos, y a veces os apropiáis de esas obras que sobre las experiencias de los hijos de Dios circulan tanto, lo que se cree ser vuestro. Quizás habéis vivido con algunos cristianos y aprendido a hablar como ellos; y hasta puede ser que hayáis adoptado ciertas fórmulas usuales, cierta fraseología puritana que sorprende a las almas sencillas. De hecho, parece que no diferís en nada de la masa de los creyentes. Sois miembros de una Iglesia, habéis sido bautizados, participáis de la Cena del Señor y hasta pudierais ser ancianos o diáconos. En resumen, tenéis todo lo del verdadero cristiano, menos el corazón. ¡Ah!, sepulcros blanqueados, por fuera hermosos y por dentro llenos de corrupción; ¡tened cuidado!, ¡tened cuidado! Cosa sorprendente es ver hasta qué punto puede un pintor hábil dar la expresión de la vida a un lienzo insensible e inanimado; pero todavía es más sorprendente que un alma irregenerada pueda reproducir tan fielmente la imagen de un cristiano. Sea de ello lo que fuere, la regla de mi texto queda inflexible: el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios; y a pesar de sus alardes de devoción, no obstante los vanos oropeles de su pretendida piedad y a despecho de la pomposa ostentación de sus llamadas experiencias personales, quien no llene la condición exigida en el texto, será rechazado sin piedad de las puertas del cielo. Pero ya me parece oír voces que me gritan, diciendo: «¡Predicador del Evangelio, a ti te falta caridad!» Me importa poco, amigos míos, lo que penséis respecto a esto; ningún deseo tengo de ser más caritativo que Cristo. Yo no he dicho nada por mi cuenta; Cristo ha hablado y yo respeto Sus palabras; si las encontráis duras, id y pedidle razón a mi Amo; por lo que a mí toca, no soy el autor de esta verdad, soy simplemente el intérprete. Está escrito en todas sus letras: el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios. Suponed que vuestro criado, al transmitir palabra por palabra un mensaje que le hubieseis encargado, se ve apostrofado y cubierto de injurias por la persona a la cual fuera dirigido el mensaje. «Pero, señor diría el doméstico-, no me insulte, porque soy inocente, yo no hago otra cosa que referiros lo que mi amo me ha dicho; si hay falta, es de él y no mía.» Exactamente igual ocurre con el siervo de Dios que os habla. Si os parece que le falta caridad, no le acusáis a él sino a Cristo. No debéis aceptar al mensajero, sino el mensaje. Repitámoslo aún como está escrito: el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios. No tengo tiempo ni deseo de discutir con vosotros; me limitaré a repetiros que esta declaración viene de Dios. Rechazadla o aceptadla, como queráis; pero tened presente que si la rechazáis, es por vuestra cuenta y riesgo, porque no se puede impunemente rehusar el creer en una palabra que ha salido de la boca del Altísimo.
Mas ¿de qué manera puede obtenerse el
nuevo nacimiento? Es una cuestión ésta que importa resolver. Confío que no
hay en esta asamblea nadie que sea lo suficiente ignorante o ciego para
creer en la virtud regeneradora del bautismo. Pensaría hacer, en verdad, una
injuria a mis oyentes, suponiendo que puede haber entre ellos, aunque sea
uno solo, tan falto de luz que pueda tener fe en semejante doctrina. No
obstante, como esta doctrina, tan contraria al buen sentido como a las
enseñanzas de la Escritura, está por demás extendida en el mundo, no puedo
dispensarme de decir algunas palabras sobre ella. Y lo que digo del bautismo de párvulos, lo digo igualmente del de adultos, pues ni uno ni otro nos alude a un médico inglés que fue ejecutado en Londres el año 1856 por haber envenenado lentamente a su esposa. (N. del T.) puede hacer nacer de nuevo. Si aquí hay personas que piensan lo contrario, nada puedo hacer; si quieren guardar su opinión, guárdenla. En todo caso, la historia de Simón el mago (Hch. 8:9-24) debe desbaratar singularmente su sistema. Pues, en efecto, Simón fue bautizado en las circunstancias más favorables, esto es, en pleno conocimiento de causa y después de haber hecho pública profesión de su fe; sin embargo, estaba bien lejos de haber sido regenerado por su bautismo, pues casi enseguida se atrae, por parte del apóstol Pedro, esta severa censura: «en hiel de amargura y en prisión de maldad veo que estás» (Hch. 8:23). Mas, ¿para qué tomarse la pena de refutar un error tan manifiesto? Parece que debiera bastar el solo anuncio de semejante doctrina para que toda persona inteligente la rechazara con desprecio; no obstante, se comprende fácilmente que los amantes de una religiosidad elegante y frívola, que quieren una piedad todo formas y aparato, y que no aprecian el culto más que desde el punto de vista del arte y de la poesía, se constituyan en defensores de esta doctrina, porque ellos, habiendo cultivado su gusto a despecho de su inteligencia, han olvidado que lo que no está de acuerdo con la sana razón del hombre imparcial y recto no puede estar más conforme con la Palabra de Dios.
El hombre no puede obtener el nuevo
nacimiento por el bautismo. Tenemos, pues, fijado un punto. Examinemos ahora
si podrá obtenerlo por sus esfuerzos propios: yo afirmo que no. Puede sin
duda, una persona reformar su vida, y muy bueno es que lo haga; ¡ojalá que
todos trabajasen en este sentido! De este modo, puede la persona corregirse
ciertos vicios, renunciar a determinadas concupiscencias y triunfar sobre
ciertos malos hábitos que le dominaban en otro tiempo; pero regenerarse le
será imposible. Podría muy bien luchar, combatir, esforzarse; pero jamás
llegaría a la regeneración, por la sencilla razón de que, esto es una cosa
fuera del alcance del poder humano. Y suponiendo (lo cual es un absurdo) que
alguien pudiera lograr, de un modo u otro, hacerse nacer de nuevo, observad
que todavía se encontraría imposibilitado para entrar en el cielo porque
habría siempre una condición que no podría llenar. El que no naciere... del
Espíritu, dice expresamente uno de los versículos (el 5) que siguen a mi
texto, no puede entrar en el reino de Dios. Y pregunto: ¿No están heridos
por la impotencia todos los esfuerzos de la carne, en presencia del gran
objeto que perseguimos, esto es, el nuevo nacimiento por el Espíritu Santo?
-¡Cómo! -exclamará alguien-, ¿queréis hacernos creer realmente, que precisa una intervención directa de la Providencia para que una persona nazca de nuevo?
-Sí, querido amigo, lo he dicho y lo
sostengo. Para que un alma sea salva, se necesita nada menos que una
manifestación de la potencia divina, que vivifique al pecador, que dome su
rebelde voluntad y enternezca la conciencia endurecida; de tal suerte que,
aquel que no hace mucho despreciaba a Dios y rechazaba a Cristo, se arroje
contrito y humillado a los pies de Jesús. Se dirá, quizás, que esta doctrina
es fanatismo, misticismo o una ilusión; pero me importa poco lo que se diga,
es una doctrina de las Escrituras y eso me basta. El que no naciere de
nuevo, no puede entrar en el reino de Dios, lo que es nacido de carne, carne
es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. Si no son de vuestro gusto
estas declaraciones, ya os lo he dicho, quejaos a mi Maestro y no a mí.
Afirmando que para entrar en el reino de los cielos os es necesaria alguna
cosa que jamás obtendréis por vosotros mismos, expongo simplemente una
verdad revelada por el Señor. Repito que es indispensable una operación
divina para producir el nuevo nacimiento: llamad, si queréis, milagrosa a
esta operación, pues lo es en efecto, en cierto sentido. Es preciso que Dios
intervenga en vuestro favor; es indispensable que se lleve a cabo en vuestra
alma un trabajo divino, que seáis colocados bajo una influencia divina, sin
lo cual, mi querido oyente (haced por otra parte lo que os plazca),
pereceréis irremediablemente. El que no naciere de nuevo, no puede ver el
reino de Dios; he ahí una regla sin excepción. Y tened presente que este
nuevo nacimiento es una transformación radical: por él recibimos nueva
naturaleza que nos hace amar lo que aborrecíamos y aborrecer lo que amábamos
contra la voluntad de Dios. También abre ante nosotros un camino nuevo, de
nuevas perspectivas; hace diferentes nuestras costumbres, diferentes
nuestros pensamientos y diferentes nuestras palabras; el nuevo nacimiento
nos hace distintos particular y públicamente1 de tal modo que se cumplen en
nosotros las palabras del Apóstol: Si alguno está en Cristo, nueva criatura
es; las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas. (2ª Co.
5:47).
Creo haberos explicado, lo que debe
entenderse por regeneración o nuevo nacimiento, de modo que sea comprendido
por todo el mundo. Preguntémonos ahora lo que significa la expresión: VER EL
REINO DE DIOS.
Ver el reino de Dios en la vida
venidera, es ser admitido en el cielo; es contemplar al Señor; cara a cara;
es ser participante del gran gozo que El tiene a la diestra de Dios para
siempre. De modo que, cuando Jesús dice: el que no naciere de nuevo, no
puede ver el reino de Dios, quiere decir que el tal ser irregenerado no
puede gustar los dones celestiales en la tierra, ni gozar los bienes
celestes en la eternidad. Vamos, pues, a pasar al tercero para buscar y ver POR QUÉ EL QUE NO RAYA NACIDO DE NUEVO NO PUEDE VER EL REINO DE DIOS. Para ser más breve, limitaré mis consideraciones al reino de Dios en el mundo venidero. Notemos primeramente que una persona irregenerada no podría ver el reino de Dios, por la razón bien sencilla de que estaría fuera de su lugar en el cielo. Hay en su naturaleza una completa incompatibilidad con los goces del paraíso. Pensáis quizás, queridos amigos, que el cielo consiste simplemente en los muros de piedras preciosas, en las puertas de perlas y las calles pavimentadas de oro fino de que nos habla el Apocalipsis. Desengañaos, pues todas estas magnificencias no son, para decirlo así, más que la envoltura exterior del cielo. El cielo, propiamente dicho, es cosa muy diferente. Es un estado del alma que debe empezar en la tierra, que solamente puede producirlo el Espíritu Santo en nosotros, y a menos que este Espíritu no haya renovado enteramente nuestro ser moral, haciéndonos nacer de nuevo, es imposible que nos gocemos en las cosas del cielo. ¿Quién nos haría creer nunca, que un puerco pudiese estudiar un curso de astronomía o un caracol edificar una ciudad? Hay, evidentemente, en estos dos casos imposibilidad física, imposibilidad absoluta; y afirmo yo que tan grande es también la imposibilidad para que un pecador irregenerado goce jamás del cielo. No se necesitan muchos esfuerzos para comprenderlo. Ninguno de los gustos que tiene el hombre natural, sería satisfecho en el cielo; nada encontraría que le gustara. Si se le transportara en medio de las delicias de la santa Jerusalén, sería profundamente desgraciado, y exclamaría: «Por favor, por favor, dejadme salir, no puedo soportar el fastidio en este sitio.» A vosotros, mis oyentes inconvertidos, apelo. ¿No es cierto, que a menudo el sermón os parece muy largo, el canto de las alabanzas a Dios cansado e insípido y la obligación de asistir cada domingo al culto una carga insoportable? ¿Qué, pues, haríais, yo os pregunto, si de repente fueseis transportados a un sitio donde el Señor es alabado noche y día? Si basta una corta predicación para fastidiaros, ¿qué os pasaría oyendo las eternas pláticas de los rescatados, que discurren de siglo en siglo sobre las insondables maravillas del redentor amor? Siéndoos antipática la compañía de los justos en la tierra, ¿cómo podréis pasar con ellos la eternidad? ¡Ah! Queridos amigos, me temo que hay muchos entre vosotros que prefieren cantar cualquier otra cosa que himnos, que encuentran la Biblia mortalmente enojosa y ningún interés se toman por las cosas de arriba. Dése a los unos la embriagadora copa, y las voluptuosidades de la vida impura a los otros; ofrézcanseles también las locuras y goces del siglo; pues esto constituye su cielo. Pero tal cielo no existe, que yo sepa. El único que existe es el cielo de los seres espirituales, el cielo de la alabanza, el cielo de la adoración, el cielo de la adopción por el Amado (Ef. 1:5,6), el cielo de comunión con Cristo. Vosotros, los irregenerados, nada de esto comprendéis; tildáis de visionarios a los que os hablan de estas cosas, y además ningún placer tendríais si las poseyerais, pues os falta la facultad de apreciarlas. De modo que, por el solo hecho de no haber nacido de nuevo, sois vosotros mismos el primer obstáculo para vuestra admisión en el cielo; y suponiendo que Dios abriera la puerta de par en par, diciendo: ENTRAD, os lo repito, no podríais, no querríais habitar allí, porque al que no ha nacido de nuevo le es imposible, moralmente imposible, que pueda ver el reino de Dios. -Si hubiese aquí personas completamente sordas, y dijese yo que las tales no pueden gozarse de nuestros himnos, ¿expondría algo extraño, malicioso o cruel? ¡Seguramente que no! Sólo haría constar su ineptitud para oír, y he ahí todo. Así, cuando Dios os dice que no podéis ver Su reino, hace constar vuestra entera inutilidad para gozar del cielo y en consecuencia para entrar en él. Mas no es esto todo; otras razones hay que cierran las santas puertas del paraíso al hombre irregenerado. Interroguemos a las celestes inteligencias que están ante el trono de Dios: ¡Oh, espíritus puros y bienaventurados; ángeles, principados y potestades (Ro. 8:38), decidnos, os ruego ¿las almas que no aman a Dios, que no creen en Cristo, que no han nacido de nuevo, serán bienvenidas entre vosotros?... Me parece ver que millares de lanzas se levantan sobre las murallas del paraíso, y que multitud de querubines, con el rostro flamígero, nos miran sorprendidos desde lo alto, exclamando a una voz: «¡No, jamás!; en otro tiempo combatimos al dragón, y lo precipitamos en el abismo porque nos incitaba a la rebeldía, ¿cómo, pues, admitiremos ahora al malo entre nosotros? ¡No, no! Estos alabastrinos muros no deben ser empañados por el contacto de manos impuras y concupiscentes; estas calles pavimentadas de oro no deben ser holladas por los pies de los profanos y obreros de iniquidad; mientras tengamos fuerza en los brazos y poder en las alas, no entrará aquí el pecado.» Rechazado por los ángeles, me dirijo a los elegidos en la gloria, a los espíritus de los justos rescatados por la gracia soberana. «Hijos de Dios: ¿consentiríais que los pecadores entrasen en el cielo tales como son, sin ser nacidos de nuevo? Vosotros amáis a los hombres, sois amor como vuestro Dios: decid, decid, decid, ¿querríais que los hijos del mundo se confundieran con vosotros?» Ya veo cómo se levanta el justo Lot y exclama, con emocionada voz: «¡Pues! ¿No he sido bastante tiempo afligido por la conducta de los abominables?» (2~ Pedro 2:8) También veo a Abraham, que a su vez avanza y dice: «No, no queremos que los malos habiten entre nosotros; demasiado he vivido en su compañía durante mi estancia en la tierra; sus malas palabras y sus burlas, sus profanos discursos y vana manera de vivir, han contristado mi alma cruelmente. Nunca consentiríamos que ellos entrasen aquí.» Y por muy celestiales que sean y tan llenos de amor como sus espíritus estén, no hay ni un solo santo en la gloria que no rechazara con justa indignación al pecador que tuviese suficiente temeridad para presentarse a las puertas del cielo, sin que su alma fuera enteramente renovada por el nuevo nacimiento. Mas, nada aun sería todo esto. Si las murallas del cielo1 no estuvieran defendidas más que por los ángeles, podríamos quizás asaltarías, y si solamente los santos guardasen las puertas del paraíso, tal vez pudiéramos abrirlas a viva fuerza. Pero el Todopoderoso ha dicho: El que no naciere de nuevo no puede ver el reino de Dios. Y tú, pecador, ¿tendrás la osadía de intentar el asalto de las almenas del cielo, cuando el mismo Jehová está dispuesto a precipitarte al infierno? ¿Tendrás la inconcebible insolencia de quererle resistir? Dios lo ha dicho, Dios lo ha dicho con esa voz que hace temblar la tierra2: «No veréis vosotros mi reino.» ¿Puedes, oh, hombre, luchar con el Soberano? ¿Puedes combatir con el Todopoderoso, contender con el Altísimo? ¡Gusano del lodo! ¿Te levantarás contra tu Creador? ¡Insecto de un día que tiemblas cuando el relámpago surca las nubes! ¿Guerrearás contra el Dios fuerte? ¿Probarás a levantar tu cabeza en Su presencia? ¡Ah, pobre insensato, cómo se reina de ti el Eterno! ¡Así como se funde la nieve al sol y la cera al fuego, así tú te derretirías en Su presencia, si Su furor se inflamase solamente un poco! No te alucine, pues, una vana esperanza. Dios ha sellado para ti las puertas del cielo y nunca entrarás allí tal como eres. «No recompensaré al malo con el justo», ha dicho el Dios de la justicia; «no consentiré que ninguna suciedad empañe la pureza sin mácula de Mi santo paraíso. Si el pecador se convierte, tendré compasión de él; pero si no se convierte, vivo Yo, dice Jehová: que le destruiré como vaso de alfarero, y nadie podrá librarle.»
Ahora bien: ¿qué piensas hacer,
pecador? ¿Quieres lanzarte contra el escudo del Rey de los reyes? ¿Quieres
penetrar por la fuerza en el cielo cuando Su arco está tendido contra ti y
Su flecha va a tras-pasar tu corazón? ¡Qué! Cuando Su espada está levantada
ya sobre tu cabeza, ¿osarás acaso ofender Su rostro...? ¡Vete, ínfima olla
de barro, vete, si bien te parece, a contender con tus semejantes!
¡Insignificante langosta, vete a guerrear contra langostas como tú; pero,
por favor, no sueñes siquiera, en medirte con el Todopoderoso! El lo ha
dicho, y jamás, no, jamás ningún alma viviente podrá entrar en Su reino a
menos que haya nacido de nuevo. Si os disgusta esta doctrina, mis queridos
amigos, os lo repito, acusad a mi Maestro y no a mí, porque yo no hago más
que repetir Sus enseñanzas; y si es que os hablo hoy en Su nombre, -¡oh!
creedlo, es por amor a vuestras almas inmortales; es por el temor de que,
por la falta del conocimiento de la verdad, perezcáis en las tinieblas, y
para que no corráis, con los ojos vendados, a vuestra perdición. Puede haber alguna persona que diga: «Cierto; el nuevo nacimiento es indispensable para entrar en el cielo, por eso tengo la esperanza de nacer de nuevo después de mi muerte.» ¡Oh, pecador, que de tal modo te tranquilizas, permíteme decirte que eres el más insensato de los hombres! ¿No sabes que una vez muertos está irrevocablemente fijada la suerte de los seres humanos? La conversión es imposible al otro lado de la tumba: es demasiado tarde. Nuestra vida es como la cera o lacre que se reblandece con el calor del fuego; la muerte pone su fúnebre sello, se enfría después el lacre y no puede cambiarse la marca. Se parecen nuestras almas al metal en ebullición en las fundiciones, que se precipita de la caldera a los moldes; la muerte enfriará este hirviente metal y quedaremos moldeados para la eternidad. La voz inflexible del destino se oye clamar sobre los muertos: «¡El que es injusto, sea injusto todavía; y el que es sucio ensúciese todavía!» (Ap. 22:11). Los condenados están perdidos sin remedio; ellos no podrán nacer de nuevo. Siempre malditos y siempre maldiciendo; siempre luchando contra Dios y aplastados siempre bajo Sus pies; siempre maldiciendo Su nombre y siempre cubiertos de oprobio eterno; revolviéndose siempre contra Su poder y siempre atormentados por las agudas punzadas del remordimiento, sin otra perspectiva que ver constantemente renovados, de edad en edad, sus pecados y tormentos. No, al otro lado de la tumba no hay regeneración posible. «Cuanto a mí -dirá otro procuraré ser regenerado a la hora de la muerte.» Tú igualmente, ¡oh, hombre!, eres también un miserable insensato. ¿Cómo sabes tú que vivirás un día más? ¿Has tomado en arrendamiento, por tiempo determinado, tu vida, como lo has hecho con tu casa? ¿Puedes asegurar el soplo de tu nariz, como aseguras tus muebles o tus cosechas? ¿Puedes decir con seguridad que alcanzará, nunca más, otro rayo de sol tu pupila? Y, ¿sabes bien si tu corazón, en el que los latidos son como la marcha fúnebre que te acompaña al sepulcro, no dará pronto la nota final?... Si tus huesos fuesen de hierro, tus músculos de bronce y de acero tus pulmones, concebiría entonces, ¡oh, hombre!, que contases con el porvenir. Pero estás formado del polvo de la tierra; eres semejante a la flor del campo; tu vida vacila como una lámpara que se apaga; puedes morir de un momento a otro... ¡Oh, muerte; te veo en medio de esta gran asamblea, afilando tu guadaña en la piedra de los tiempos! ¡Hoy, hoy vas a levantarla sobre alguno de nosotros, y mañana, mañana y los días siguientes, continuarás tu obra de destrucción, segarás la hierba de la tierra y caeremos unos tras otros!... Es preciso, ES PRECISO morir: tal es la ley fatal que pesa sobre los hijos de Adán. Como torrente impetuoso, como barco arrastrado por el torbellino, como pedazo de madera descendiendo por la corriente y precipitándose hacia la catarata, así se precipitan nuestros días hacia la eternidad. No hay poder humano capaz de detenernos en nuestro rápido curso. En este momento mismo, morimos, estamos en el camino de la muerte. Y sin embargo, ¡oh, locura inconcebible!, osas tú decir, querido oyente, que te cuidarás de nacer de nuevo en el momento que vayas a comparecer ante Dios! ¡Ah!, no se trata ahora de lo porvenir. ¿Estás regenerado ahora? He ahí la cuestión. Si no lo estás hoy, mañana puede ser demasiado tarde; mañana puedes estar en el infierno, mañana puedes estar perdido sin remedio!... Mas, oigo otra voz que dice desdeñosamente: «Por mi parte me importa muy poco nacer de nuevo, pues nada creo perder siendo excluido del paraíso.» ¡Ah, pecador! Tú hablas de esta manera porque no comprendes nada de esto. Las verdades más solemnes te hacen sonreír ahora; pero ten presente que vendrá un día cuando será tierna tu conciencia, tu memoria fiel, claro tu juicio y tus ideas bien diferentes de lo que son hoy. En el infierno, tendrán los pecadores mucho más sentido común que aquí en la tierra; allí no se reirán de «las llamas eternas» (Is. 33:14) ni despreciarán el «horno ardiente de fuego y azufre» (Mt. 13:42; Ap. 14:10). Desde el momento que el gusano que nunca muere, comienza a roerles el corazón, pierden su ánimo y audacia. Podéis hoy burlaros, sentados, del siervo de Dios que os habla en Su nombre, pero tened la seguridad de que la muerte pondrá fin a vuestras burlas. ¡Oh, mis queridos oyentes, si no se tratase más que de incurrir en vuestro desprecio, Dios sabe que de buen grado me sometería! ¡Despreciadme, sí, despreciadme cuanto os plazca; pero en nombre de vuestros intereses eternos os ruego encarecidamente que no os despreciéis a vosotros mismos! ¡Oh! ¡No seáis bastante estúpidos y desprovistos de inteligencia para correr silbando al fuego eterno y riendo a la perdición! En el infierno reconoceréis, pero demasiado tarde, que es un lugar del que no debe uno burlarse; cuando veréis las puertas del cielo cerradas ante vosotros, no os será tan indiferente el ser excluidos del paraíso. La mayor parte de los que me oís, habréis venido hoy como hubiereis ido a la ópera o al concierto; esperaríais que, si no os entretenía, os proporcionase al menos alguna distracción. ¡Ah! Dios es testigo de que no ha sido tal mi objeto. Esta mañana he venido resuelto a emplear, si necesario fuera, hasta palabras duras; a no excusar al pecador, y esto por su propio interés, para que no perezca, sino que viva. He venido, también, penetrado del sentimiento de responsabilidad y obligado a advertiros solemnemente, para que en el día último me encontré limpio de la sangre de todos vosotros. Y ahora, si hay aquí algún alma que se pierda, no será por falta de haber conocido la verdad. Tened presente, hombres y mujeres que me escucháis, que, si perecéis, mis manos están lavadas en la inocencia, porque no os he ocultado la suerte que os espera. Una vez más os digo: Arrepentios, arrepentios, arrepentios, porque si no os arrepintiereis, todos pereceréis. El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios. Mas, preveo aquí nueva interrupción. «Nacer de nuevo, nacer dé nuevo --:dirá alguien-, ¡qué misterio!, yo no puedo comprenderlo. ¡Ministro del Evangelio, te ruego que me lo expliques!» ¡Amigo, amigo, tú estás loco, completamente loco! Imagínate un incendio: es media noche; nos despertamos sobresaltados y nos lanzamos fuera del lecho; un resplandor siniestro ilumina nuestras ventanas; nos precipitamos a la calle, que está invadida por la multitud. Todo es ir y venir, empujones, apreturas para alcanzar a ver mejor el foco del incendio. Los bomberos trabajan lanzando torrentes de agua sobre la casa incendiada. Pero, ¡escuchad, escuchad! En el piso superior de esta casa, hay un al hombre que le queda el tiempo justo para escapar. Por todas partes se le grita «¡Fuego! ¡Fuego! Baje de prisa»; mas él no da señales de vida. Se coloca una escalera, apoyada en el muro, que alcanza el borde de la ventana; una mano vigorosa derriba el marco... Y el desgraciado ¿qué hace entre tanto? ¿Está acostado en su cama enfermo? ¿O bien algún espíritu malo le sujeta con mano de hierro y !e tiene clavado al suelo? No, no, no; nada de esto. El siente arder los suelos bajo sus pies; el humo le sofoca y las llamas invaden su habitación; él sabe que el único medio de salvación es la escalera puesta bajo su ventana. Nuestro hombre no se mueve, ni está alborotado. Pero, en nombre del cielo, ¿qué hace pues este infeliz?... Apenas me atrevo a decíroslo, porque no podréis creer tanta locura... Está tranquilamente sentado en medio de la habitación y hablando consigo mismo, oigamos: «El origen de este fuego --:dice es bien misterioso; no me lo puedo explicar; ¿cómo haré para descubrirlo?» Te ríes, querido oyente de este desgraciado, y razón tienes para ello; pero riéndote de él sabe que te ríes de ti mismo. Si, tu locura no es menos grande que la de este hombre. ¡Tú buscas respuesta para tal o cual cuestión, mientras que tu alma está amenazada por la muerte eterna! ¡Oh! Cuando serás salvo, podrás con calma preguntar cuanto te plazca; pero mientras estás en la casa, presa de las llamas, y en peligro de morir de un momento a otro, ¿es tiempo, te pregunto, de sondear misterios, embarazarte con el libre albedrío, la elección por gracia, la predestinación absoluta u otros asuntos del mismo género? Todas estas cuestiones, son muy buenas en su lugar, y los que ya son salvos, hacen bien en ocuparse en ellas. Que pasado el incendio y cuando se está en lugar seguro, se discuta la causa probable del siniestro, nada más natural y puesto en razón; pero la única cuestión, ¡oh, pecador irregenerado!, que debe hoy preocuparte, es ésta: «¿Qué es necesario que yo haga para ser salvo? ¿Cómo escaparé de la terrible condenación que pesa sobre mí?» Pero ¡ay, amigos míos!, yo no puedo hablar como querría. Me parece que siento en este momento algo semejante a lo que debió sentir el Dante escribiendo su infierno. Los contemporáneos del gran poeta decían de él que había visitado las regiones infernales que con tanta solemnidad y poder describía. ¡Ah! ¡Ojalá pudiera yo hablaros de tal modo! Solamente algunos días, algunos años a lo más y nos encontraremos cara a cara ante el tribunal de Dios. «Centinela, centinela -dirá una voz-, ¿has advertido a estas almas para que huyeran de la ira venidera»? ¿Qué responderéis vosotros? ¿Podréis decir que no lo he hecho? No, sé que no podréis decirlo. Sé que todos, hasta el más impío de vosotros, seréis constreñidos en aquel gran día a responder al soberano Juez: «¡Oh, Señor! Nosotros nos hemos reído de tu ministro, nos hemos divertido a sus expensas, no hemos hecho caso alguno de sus palabras; pero no podemos negar que nos habló con seriedad y nos advirtió el peligro en que estábamos; él ha expuesto claramente la verdad, ha cumplido con su deber respecto a nuestras almas.» Hagamos, para concluir, la última consideración. ¿No es cierto que muchos tenéis parientes en el cielo? Quizás algún ser amigo, al partir de este mundo, estrechando con sus desfallecidas manos la vuestra, os ha dicho: «¡Adiós, allá arriba nos veremos!» Pero desengañaos; sino nacéis de nuevo, no les veréis jamás, porque no entraréis en el reino de Dios.
«¡Cómo puede ser esto! -exclamará
alguno- Mi madre duerme allí abajo en el cementerio; yo visito su tumba y me
complazco en adornarla de flores, en recuerdo de la que me dio el ser. ¡Oh,
mi madre era una santa mujer! ¡Murió orando por mí!... ¿y debo renunciar a
toda esperanza de verla?» Sí; amigo mío, si, te digo, a menos que nazcas de
nuevo. ¡Oh! Os suplico, queridos amigos, que reflexionéis estas cosas, y no seáis oidores olvidadizos (Stgo. 1:22), que oyen siempre y jamás retienen lo que han oído. Si lo que acabo de deciros ha producido alguna impresión en vuestra alma, guardaos de ahogar esta impresión; es tal vez el último llamamiento que Dios os dirigirá. ¿Cuán grande será vuestra responsabilidad si perecéis después de haber oído anunciada la verdad! Vuestra suerte será terrible, si sois perdidos resonando aun en vuestros oídos la palabra del Evangelio. *** |