Un sermón predicado el 7 de Marzo de 1858, Por C.H. Spurgeon, En la Cámara de Música, Royal Surrey Gardens, Inglaterra
LA INCAPACIDAD HUMANA
"Ninguno puede venir a mí, si el Padre
que me envió no le trajere"
(Juan
6:44).
"Venir a Cristo" es una frase muy común en la Sagrada Escritura,
y se usa para expresar aquellas acciones del alma por las que, abandonando
totalmente nuestra propia justicia y pecados, corremos hacia el Señor
Jesucristo para recibir su justicia, como nuestra cubierta, y su sangre
como nuestra expiación. El venir a Cristo, pues, entraña
el arrepentimiento, la negación de uno mismo y la fe en Él;
y compendia todas aquellas cosas que son el necesario acompañamiento
de estas extraordinarias condiciones del corazón, tales como la
creencia en la verdad, la diligencia en la oración a Dios, la sumisión
del alma a los preceptos de su Evangelio, y todo aquello que concurre en
la salvación del pecador. Aquel que no venga a Cristo, haga lo que
haga y crea lo que crea, está aún en "hiel de amargura y
en prisión de maldad". El venir a Cristo es el primer efecto de
la regeneración. Tan pronto como el alma es vivificada descubre
su condición perdida, se horroriza ante su estado, busca refugio,
y creyendo encontrarlo en Cristo, corre presurosa para hallar en Él
su reposo. Donde no hay ese venir a Cristo, ciertamente tampoco ha habido
nueva vida; y donde no hay nueva vida, el alma está muerta en delitos
y pecados, y como está muerta no puede entrar en el reino de los
cielos. Tenemos ante nosotros una declaración muy sorprendente que
muchos catalogan de molesta. Nuestro texto dice que el venir a Cristo es
algo completamente imposible para el hombre, a menos que el Padre le trajere;
bien que hay quienes afirman que ello es lo más fácil del
mundo. Así pues, será nuestro cometido el extendernos sobre
esta declaración. No dudamos que siempre será ofensiva para
la naturaleza carnal, pero sabemos, no obstante, que esta ofensa a la naturaleza
humana ha sido muchas veces el primer paso para traerla humillada a los
pies del Señor. Y si éste es el resultado, no pensemos en
la ofensa y gocémonos en las gloriosas consecuencias.
Esta mañana trataré antes que nada de hacer resaltar
en qué consiste la incapacidad del hombre. En segundo lugar, cuáles
son las formas empleadas por el Padre para traernos a Cristo, y cómo
las utiliza sobre el alma. Y finalmente concluiré considerando el
dulce consuelo que mana de este texto aparentemente tan árido y
terrible.
1. Primeramente, pues, LA INCAPACIDAD DEL HOMBRE. El texto dice: "Ninguno
puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere".
¿Dónde radica esta incapacidad? No en defecto físico
alguno. Si para venir a Cristo fuese necesario mover nuestro cuerpo o caminar
con nuestros pies, ciertamente el hombre tendría poder físico
para venir a El en ese sentido. Recuerdo haber oído decir a un necio
antinomiano que el no creía que ningún hombre tuviese poder
para ir a la casa de Dios a menos que el Padre le trajere. Aquello era
una solemne tontería, porque pudo haber reparado que, mientras el
hombre tiene vida y piernas, es tan fácil para él ir a la
casa de Dios como a la de Satanás. Si el venir a Cristo es el pronunciar
una oración, el hombre no tiene defecto físico alguno sobre
este articular, si no es mudo, y puede decirla tan fácilmente como
proferir la más horrenda blasfemia; lo mismo puede cantar uno de
los himnos de Sión, que la más profana y obscena canción.
No existe falta de poder físico para venir a Cristo. Todo cuanto
es necesario referente a la capacidad corporal, el hombre, en verdad lo
tiene; y si la salvación consistiese en esto, estaría total
y completamente a su alcance sin ayuda alguna del Espíritu de Dios.
La incapacidad no reside tampoco en alguna deficiencia mental. Yo puedo
creer que la Biblia es la verdad tan fácilmente como que lo es cualquier
otro libro. Considerando el creer en Cristo como un mero acto mental, yo
puedo creer en Él tanto como en cualquier otro. Admitiendo que su
declaración sea verdad es infundado que se me diga que no puedo
creerla. Puedo admitir como cierto lo que Cristo dice tanto como las manifestaciones
de cualquier otra persona. No hay ninguna deficiencia de capacidad en la
mente: el hombre puede apreciar como un mero hecho intelectual la culpa
del pecado tanto como la responsabilidad de un asesinato. Yo encuentro
tan posible ejercitar la idea mental de buscar a Dios, como ejercitar el
pensamiento de la ambición. Si el poder y la fuerza de la mente,
considerados como simples factores intelectuales, fuesen necesarios para
la salvación, yo poseo cuanto de ese poder y de esa fuerza pudiera
necesitar. Es más, creo que no hay ningún hombre tan ignorante
que presente su deficiencia mental como excusa para rechazar el Evangelio.
El defecto, pues, no reside en el cuerpo o en lo que, hablando teológicamente,
nosotros llamamos la mente. No hay deficiencia o insuficiencia en ella,
si bien la inutilidad de la mente, su corrupción y ruina, es, después
de todo, la misma esencia de la incapacidad humana.
Permitidme que os muestre donde reside realmente la incapacidad del
hombre: en lo más profundo de su naturaleza. Por la caída
y por nuestro propio pecado, la naturaleza humana ha quedado tan degradada,
depravada y corrompida, que para el hombre es imposible venir a Cristo
sin el auxilio del Espíritu Santo de Dios. Para ilustraros en qué
forma la naturaleza humana ha imposibilitado al hombre para ir a Cristo,
os hablaré por medio de una figura. Contemplad una oveja: ¡con
que fruición come la hierba! Nunca la habréis visto suspirar
por la carroña. No podría alimentarse de lo que come el león.
Ahora traedme un lobo; preguntadme si puede comer hierba o ser tan dócil
y manso como un cordero. Yo os responderé que no, porque su naturaleza
es contraria a ello. "Bien", me decís, "pero si tiene orejas y patas,
¿no podría oír la voz del pastor y seguirle dondequiera
que le lleve?" Claro que podría; no hay ninguna causa física
por la que no pueda hacerlo, pero su naturaleza se lo impide y por lo tanto
no puede. ¿No podría ser domesticado y hacerse desaparecer
su ferocidad? Probablemente fuera dominado de forma que aparentara ser
manso, pero siempre existiría una marcada distinción entre
él y la oveja por lo dispar de sus naturalezas. Así pues,
la razón por la que el hombre no puede venir a Cristo no es porque
haya incapacidad en su mente o cuerpo, sino porque su naturaleza está
tan corrompida que no tiene ni el querer ni el poder para venir, a menos
que sea traído por el Espíritu Pero os daré otra ilustración
mucho más clara. Tenemos a una madre con su bebé en los brazos.
Poned un cuchillo en sus manos y pedidle que lo clave en el corazón
de la criatura. Verdaderamente os dirá que no puede. Por lo que
se refiere al poder físico, sí que podría hacerlo
si quisiera: tiene el cuchillo y tiene el niño. El pequeño
no puede defenderse y ella posee suficiente vigor en su brazo para clavar
el puñal en su corazón. Pero está en lo cierto cuando
dice que no puede hacerlo. Ella puede pensar en matar a su hijo como un
simple acto de la mente, y aun así dice que le es imposible pensar
tal cosa; y no dice mentira cuándo así habla, porque su naturaleza
de madre no le permite hacer algo ante lo cual toda su alma se rebela.
Por el hecho de ser la madre de aquel niño, siente que no puede
matarlo. Igual ocurre con el pecador. El venir a Cristo es tan odioso a
la naturaleza humana que, aunque en lo que respecta a fuerzas mentales
y físicas (y éstas no tienen sino una muy pequeña
acción en la salvación), los hombres podrían venir
si quieran, es estrictamente correcto decir que ni pueden ni quisieren,
a menos que el Padre que envió a Cristo les traiga. Profundicemos
un poco más en este aspecto de la cuestión, y tratemos de
descubrir en qué consiste esta incapacidad humana en sus más
minuciosos detalles.
1. Primeramente, en la rebeldía de la humanidad del hombre.
"¡Oh!", dice el arminiano, "los hombres pueden salvarse si quieren."
Mi querido amigo, todos nosotros estamos de acuerdo con eso; pero es precisamente
en si quieren donde está la dificultad. Afirmamos que nadie quiere
venir a Cristo, a menos que sea traído; o lo que es más,
no somos nosotros los que hacemos tal aseveración, sino el mismo
Cristo cuando dice: "Y no queréis venir a mí para que tengáis
vida"; y mientras este no queréis venir esté escrito en la
Santa Escritura, no nos sentiremos inclinados a creer en doctrina alguna
que nos hable de la libertad de la voluntad humana. Es extraño como
la gente, cuando habla del libre albedrío, toca un tema del que
no tiene ni idea. "Yo creo", dice uno, "que los hombres podrían
salvarse si quisieran." No, querido amigo, no es ésta la cuestión
ni mucho menos. El problema es silos hombres están bien dispuestos,
por naturaleza, a aceptar las humillantes condiciones del Evangelio de
Cristo. Nosotros declaramos, con la autoridad de la Escritura, que la voluntad
humana está tan irremisiblemente maleada, tan depravada, tan inclinada
a todo lo malo, y tan opuesta a todo lo bueno, que sin la poderosa, sobrenatural
e irresistible influencia del Espíritu Santo, ningún ser
humano querrá jamás ser constreñido a ir a Cristo.
Tú dices, querido amigo, que algunas veces las personas van a Dios
sin la ayuda del Espíritu Santo. ¿Te has encontrado nunca
con alguna que fuera? De docenas y centenares, y aun miles de cristianos
de diferentes opiniones con los que he conversado, jóvenes y viejos,
jamás tuve la suerte de tropezarme con uno que pudiera afirmar haber
venido a Cristo por sí mismo, sin haber sido traído. La confesión
universal de todo creyente verdadero es ésta: "Yo sé que
si Jesucristo no me hubiera buscado cuando yo era un errante peregrino
alejado del redil de Dios, ahora estaría lejos, muy lejos de Él,
y amando cada vez más esa distancia". Todos los creyentes afirman
a una la verdad de que los hombres no vendrán a Cristo a menos que
el Padre que le envió les trajere.
2. No solamente es la obstinación de la voluntad, sino también
el oscurecimiento de la inteligencia. De esto tenemos abundantes pruebas
en la Escritura. No estoy haciendo meras afirmaciones, sino declarando
doctrinas que son enseñadas autoritariamente en las Santas Escrituras
y grabadas en la conciencia de cada cristiano; en ellas se nos enseña
que el entendimiento del hombre está tan entenebrecido que, a menos
que reciba la luz, no podrá comprender de ninguna manera las cosas
de Dios. El hombre es ciego por naturaleza. La cruz de Cristo, tan llena
de glorias y de esplendorosos atractivos, nunca atrae al pecador, porque
es ciego y no puede ver sus bellezas. Habladle de las maravillas de la
creación, mostradle el arco multicolor que cruza los cielos, enseñadle
la grandeza de un paisaje, y verá todo esto; pero habladle de las
maravillas del pacto de la gracia, habladle de la seguridad del creyente
en Cristo, contadle las perfecciones de la persona del Redentor, y será
completamente sordo a todas vuestras descripciones; seríais, en
verdad, como uno que tocara una bella melodía, pero él no
prestaría atención porque es sordo y no puede oírla,
ni comprenderla. O como nos dice la Escritura: "El hombre animal no percibe
las cosas que son del Espíritu de Dios, porque le son locura, y
no las puede entender, porque se han de examinar espiritualmente"; y puesto
que es hombre natural, no está en él el poder de discernir
las cosas que son de Dios. Alguno dice: "Yo creo que he llegado a un grado
bastante elevado de discernimiento en asuntos teológicos, y no encuentro
dificultad en entender casi todos sus puntos". Cierto; puedes haber llegado,
pero sólo en la letra; porque el espíritu de ella, lo verdaderamente
asimilable para el alma, y una comprensión real es completamente
imposible que lo hayas logrado a menos que hayas sido traído por
el Espíritu. La mente carnal no puede percibir las cosas espirituales,
y a menos que hayas sido regenerado y hecho criatura espiritual en Cristo
Jesús, entre tanto que esta Escritura sea verdad debes admitir como
cierto que tú no las has percibido. La voluntad, pues, y el entendimiento
son dos grandes puertas tapiadas hasta el dintel por las que no podemos
salir para ir a Cristo; y mientras no sean abiertas por la dulce influencia
del Espíritu Santo, permanecerán cerradas para todo lo que
sea ir a Cristo.
3. Consideraremos ahora esta incapacidad en los afectos, que constituyen
una gran parte del individuo y que están también depravados.
El hombre, tal como es antes de recibir la gracia de Dios, ama todas y
cada una de las cosas más que lo espiritual. Si queréis comprobarlo,
mirad a vuestro alrededor. No es necesario que busquéis la depravación
de los afectos humanos en un lugar particular. Dirigid vuestra mirada a
cualquier sitio; no hay calle, ni casa, ni, lo que es peor; corazón,
que no pueda mostrar la triste evidencia de esta terrible verdad. ¿por
qué los hombres no están universalmente reunidos en la casa
de Dios el domingo?, ¿por qué no leemos más asiduamente
nuestras Biblias?, ¿por qué la oración es descuidada
casi generalmente?, ¿cuál es la causa de que Jesucristo sea
tan poco amado?, ¿por qué los que profesan ser sus seguidores
sienten tan poco afecto hacia Él?, ¿de dónde proceden
estas cosas? Es bien cierto, amados hermanos, que no podemos atribuirlas
a ninguna otra fuente que no sea la corrupción e invalidación
de los afectos. Amamos lo que debiéramos odiar y odiamos lo que
debiéramos amar. No se debe a otra cosa que a la naturaleza caída
el que amemos más esta vida que la venidera. No es sino por el efecto
de la caída que amamos más al pecado que la justicia, y los
caminos de este mundo más que los de Dios. Y, lo repetimos de nuevo,
mientras estos afectos no sean renovados y convertidos en corriente de
agua viva por la misericordiosa influencia del Padre, nadie podrá
amar al Señor Jesucristo.
4. Hablemos ahora sobre la conciencia, también subyugada por
la caída. Creo que no hay mayor error entre los teólogos
que el que cometen cuando enseñan a la gente que la conciencia es
el vicario de Dios en el alma, y uno de los poderes que conservan su primitiva
dignidad alzándose entre sus caídos compañeros. Hermanos
míos, cuando el hombre cayó en el Edén, toda la humanidad
fue derribada. No quedó en pie ni un solo pilar del templo humano.
Es cierto, la conciencia no fue destruida. No fue hecha añicos;
cayó en una pieza, y allí quedó tendida como el más
poderoso vestigio de lo que fuera obra perfecta de Dios en el hombre. Pero
de que la conciencia cayó, estoy plenamente seguro. Contemplad la
humanidad. ¿Quién de entre los hombres tiene "una buena conciencia
delante de Dios", sino el que es regenerado? ¿Imagináis que
los hombres podrían vivir cometiendo cada día esos actos
que son tan contrarios a la justicia como las tinieblas a la luz, si sus
conciencias les gritaran continuamente de forma clara y potente? No, amados,
la conciencia me dice que soy un pecador; pero no puede hacérmelo
sentir. La conciencia puede decirme que tal o cual cosa es mala, pero ni
ella misma sabe hasta que punto puede ser mala. ¿Ha advertido la
conciencia alguna vez al hombre que sus pecados merecían la condenación,
si no ha sido por la iluminación del Espíritu Santo? Y silo
ha hecho, ¿le llevó a sentir aborrecimiento del pecado como
tal? O dicho más claramente: ¿llevó la conciencia
alguna vez a alguien a la renuncia de sí mismo, de forma que se
detestase a él y a todas sus obras y se entregase a Cristo? No,
aunque la conciencia no está muerta, esta arruinada, su poder ha
sido dañado, ya no tiene aquella agudeza de vista, aquella mano
poderosa, ni aquella voz de trueno que tuvo antes de la caída, sino
que ha dejado en gran manera de ejercer su supremacía en la ciudad
de Alma humana. Así pues, amados, por esta misma razón de
que la conciencia está depravada, es de todo punto necesario que
el Espíritu Santo intervenga para mostrarnos la necesidad de un
Salvador y llevarnos al Señor Jesucristo.
"Entonces", dirá alguno, "por lo que ha dicho hasta ahora, me
parece entender que usted considera que la razón por la que los
hombres no vienen a Cristo es la de no querer en vez de la de no poder."
Cierto, más que cierto. Yo creo que la razón más poderosa
de la incapacidad humana reside en la rebeldía de su voluntad. Una
vez superado esto, creo que esta quitada la piedra del sepulcro, y la parte
más difícil de la batalla está ya ganada. Pero permitidme
que vaya un poco más lejos. El texto no dice: "Ninguno quiere venir",
sino: "Ninguno puede venir". Ahora bien, muchos intérpretes creen
que la palabra puede no es sino una expresión enfática que
no expresa más que el significado de querer. Estoy firmemente seguro
que esta interpretación no es correcta. En el hombre no hallamos
solamente oposición a ser salvado, sino también impotencia
espiritual para venir a Cristo. Y esto se lo demostraré al menos
a los cristianos. Amados, os hablo a vosotros que habéis sido ya
vivificados por la gracia divina: ¿No os enseña vuestra experiencia
que hay veces que queréis servir a Dios y no tenéis el poder
para hacerlo?; ¿no ha habido ocasiones en las que os habéis
visto obligados a decir que quisierais creer y habéis tenido que
orar: "Señor, ayuda mi incredulidad"? Porque aunque habéis
recibido suficiente testimonio de Dios, vuestra naturaleza carnal era demasiado
poderosa para vuestras fuerzas, y sentisteis la necesidad de ayuda sobrenatural.
¿Sois capaces de entrar en vuestra habitación a cualquier
hora que queráis y caer sobre vuestras rodillas diciendo: "Quiero
ser diligente en la oración para estar cerca de Dios"? ¿Encontráis
vuestro poder parejo con vuestro querer? Podréis decir aun delante
del mismo tribunal de Dios que sois sinceros en vuestra buena voluntad.
Anheláis absorberos en vuestra devoción, y es vuestro deseo
que vuestra alma no se aparte de una perfecta contemplación del
Señor Jesucristo; pero veis que, aun cuando estáis dispuestos,
no podéis hacerlo sin la ayuda del Espíritu. Ahora bien,
silos reavivados hijos de Dios encuentran esta incapacidad espiritual,
¿cuánto más no la encontrará el pecador que
está muerto en delitos y pecados? Si aun el cristiano maduro, después
de treinta o cuarenta años, se encuentra dispuesto pero sin poder,
si tal es su experiencia, ¿no parecerá más lógico
que el pobre pecador que todavía no ha creído necesite el
poder tanto como el querer?
Pero aun hay otro argumento. Si el pecador tiene poder para venir a
Cristo, me gustaría saber cómo vamos a interpretar las continuas
descripciones que se nos hacen en la santa Palabra de Dios sobre la situación
del inconverso. Se nos dice que el que no ha sido regenerado está
muerto en delitos y pecados. ¿Afirmaréis que la muerte implica
solamente la ausencia de la voluntad? Podéis estar seguros de que
un cadáver es tan impotente como reacio. Pero, por otra parte ¿es
que no ve la gente que existe una clara distinción entre querer
y poder? ¿No podría ser vivificado ese cadáver lo
suficiente como para tener un deseo, y a pesar de eso seguir tan impotente
que no moviera ni siquiera un pie o una mano?; ¿es que no hemos
presenciado casos de personas que han sido lo bastante reanimadas como
para dar señales de vida, y no obstante han estado tan casi muertas
que no han podido hacer el más ligero movimiento?; ¿no existe
una clara diferencia entre la manifestación del querer y la manifestación
del poder? Sin embargo, es totalmente cierto que la voluntad precede al
poder. Haced a un hombre diligente y será hecho poderoso, porque,
cuando Dios da la voluntad, no atormenta a la persona haciéndola
desear algo que no puede efectuar; empero, El hace tal separación
entre la voluntad y la capacidad, que ambas cosas se echan de ver claramente
como dones completamente distintos del Señor nuestro Dios.
Aun tenemos otra pregunta que hacer: Si todo cuanto el hombre necesita
que le sea dado es el querer, ¿no queda con ello degradado el Espíritu
Santo? Si solemos dar toda la gloria a Dios Espíritu Santo por la
salvación obrada en nosotros, pero al mismo tiempo afirmamos que
todo cuanto necesitamos de El es el querer para obrar estas cosas por nosotros
mismos, ¿no nos hacemos participantes de su gloria? Y siendo así,
podríamos decir osadamente: "Es cierto que el Espíritu me
infundió la voluntad para hacer estas cosas, pero fui yo quien la
ejerció por sí mismo, y por lo tanto puedo gloriarme; y no
arrojaré mi corona a sus pies, porque he sido yo quien las ha obrado
sin ninguna ayuda de lo alto; mía es, yo la he ganado y nadie me
la usurpará". Mientras en la Escritura se diga que es siempre la
persona del Espíritu Santo la que obra en nosotros el querer y el
hacer por su buena voluntad, mantendremos como legitima inferencia que
su obra consiste en algo más que otorgarnos el querer; y que por
lo tanto, el Pecador; no Sólo precisa la voluntad, sino que también
necesita el poder, ya que carece verdadera y totalmente de él.
Ahora, antes de abandonar esta consideración, permitidme que
me dirija a vosotros un momento. Frecuentemente se me acusa de predicar
doctrinas que pueden hacer mucho daño. Pues bien, no voy a negar
tal acusación, porque no me preocupa mucho el responderla. Aquí
presentes están mis testigos que probarán que, efectivamente,
cuanto he predicado ha hecho gran daño, pero no a la moralidad o
a la iglesia de Dios, sino a Satanás y su causa. Esta mañana
no son uno ni dos los que se gozan de haber sido traídos a Dios,
sino centenares; de ser profanos quebrantadores del domingo, borrachos
o personas mundanas, han sido llamados a conocer y amar al Señor
Jesucristo; y si esto es hacer daño, quiera Dios en su infinita
misericordia maltratarnos de esta manera miles y miles de veces más.
Pero hay más aún: ¿Qué verdad no herirá
al que haga mal uso de ella? Los que predicáis la redención
general gustáis de proclamar la gran verdad de la misericordia de
Dios hasta el último momento de la vida. Pero, ¿cómo
osáis predicar eso? Muchas personas se infieren daño al posponer
el día de la gracia creyendo que la última hora es tan buena
como la primera. Si hubiésemos de predicar solamente aquello que
el hombre no pudiera denigrar ni utilizar malamente, deberíamos
sujetar nuestra lengua para siempre. También hay quien dice: "Así
pues, si yo no puedo salvarme por mi mismo, si yo no puedo ir a Cristo,
no me preocuparé en absoluto ni intentaré hacer nada". Los
que así hablan con pleno conocimiento, están firmando su
sentencia. Muchas veces hemos dicho con toda claridad que hay muchas cosas
que vosotros podéis hacer. El venir a la casa de Dios está
en vuestra mano; el estudiar su Palabra con diligencia está a vuestro
alcance; el renunciar a vuestra carnalidad, el abandonar los vicios a los
cuales os entregáis, el vivir una vida honrada, sobria y virtuosa,
está en vuestro poder. Para ello no necesitáis ninguna ayuda
del Espíritu Santo, pues todo esto lo podéis hacer por vosotros
mismos; pero el venir a Cristo, ciertamente, no está en vuestra
capacidad si antes no habéis sido renovados por el Espíritu
Santo. Y no olvidéis que vuestra falta de poder no os excusa, dado
que no queréis venir y que vivís en continua y voluntaria
rebelión contra Dios. Vuestra falta de poder radica principalmente
en la obstinación de la naturaleza. Imaginaos que una persona mentirosa
se lamentara de no poder hablar verdad a causa del tiempo que lleva sumida
en la mentira, y dijera que le es imposible dejar su vicio; ¿podría
esto excusaría? Si un hombre que ha estado entregado a sus pasiones
por mucho tiempo os dijera que se siente aprisionado por ellas como por
una red de hierro, y que no puede deshacerse de sus deseos, ¿aceptaríais
esta razón como una excusa? Sinceramente no hay justificación
alguna. Si un vicioso de la bebida llegase a estar tan suciamente alcoholizado
que le fuera imposible pasar por delante de una taberna sin entrar en ella,
¿le disculparíais por ello? No; porque su incapacidad para
reformarse reside en su misma naturaleza, que no siente el deseo de refrenar
o superar. El efecto y la causa, al proceder ambos de la misma raíz
de pecado, no pueden excusarse el uno al otro. ¿Cuál es la
causa de que el etíope no pueda mudar su piel, ni el leopardo sus
manchas? Es por el hecho de haber aprendido a hacer el mal, por 10 que
ahora no podéis hacer el bien; y por lo tanto, en lugar de no preocuparos
y tratar de excusaros a vosotros mismos, deberíais espantaros e
inquietaros por ello. Recordad que el permanecer sin hacer nada es estar
condenados para toda la eternidad. ¡Quiera el Espíritu Santo
de Dios hacer uso de esta verdad en un sentido muy diferente! Confío
en que antes de terminar seré capacitado para mostraros cómo
esta verdad, que aparentemente condena a los hombres y les cierra la puerta,
es, después de todo, la gran verdad que ha sido bendecida para la
conversión de muchos.
II. Nuestro segundo punto es LAS FORMAS DE TRAER DEL PADRE. "Ninguno
puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere."
¿cómo, pues, trae el Padre a los hombres? Los teólogos
arminianos enseñan, generalmente, que Dios trae a los hombres por
medio de la predicación del Evangelio. Muy cierto; la predicación
del Evangelio es el instrumento para traer a los hombres, pero debe haber
algo más. ¿A quién dirigió Cristo las palabras
de nuestro texto? Al pueblo de Capernaum, donde El había predicado
con frecuencia, donde había anunciado con tristeza y dolor las maldiciones
de la Ley y las invitaciones del Evangelio. En aquella ciudad había
hecho grandes señales y obrado muchos milagros. En efecto, tales
enseñanzas y testimonios milagrosos les fueron mostrados a ellos,
que Él declaró que Tiro y Sidón tiempo ha que sentadas
en silicio y ceniza se habrían arrepentido, si hubiesen sido bendecidas
con tales privilegios. Así pues, si la predicación del mismo
Cristo no bastó para traer aquellos hombres a Él, es imposible
creer que el Padre intentará traerles simple y totalmente por medio
de la predicación. No, hermanos; debéis notar que Él
no dice que ninguno puede venir si el ministro no le trajere, sino si el
Padre no le trajere. Desde luego, existe tal cosa como ser traído
por el Evangelio y ser traído por el ministro sin haberlo sido por
Dios. Pero ciertamente es una atracción divina la que se quiere
indicar con esto; ser traído por el Altísimo Dios -la Primera
Persona de la Santísima Trinidad enviando a la Tercera, el Espíritu
Santo, para inducir a los hombres a venir a Cristo-. Hay otros que cambian
de postura y dicen burlonamente: "Entonces, ¿cree usted que Cristo
arrastra a los hombres hacia Él a pesar de que no quieran?" Recuerdo
haberme encontrado una vez con uno que me dijo: "Señor; usted predica
que Cristo coge a la gente por los cabellos y la fuerza a ir a El". Cuando
le dije que le agradecería me dijera la fecha del sermón
en el que oyó tan extraordinaria doctrina, no la recordaba. Pero
yo le dije que Cristo no traía a la gente cogida por los cabellos
de la cabeza, sino que la arrastraba agarrada por el corazón tan
poderosamente como podría sugerir el ejemplo que él mismo
me había puesto. Notad que en el traer del Padre no hay compulsión
de ninguna clase; Cristo nunca constriñó a nadie a venir
en contra de su voluntad. Si un hombre no estuviera dispuesto a ser salvado,
Cristo no lo salvaría en contra de su deseo. ¿Cómo
le trae, pues, el Espíritu Santo? Haciéndole dispuesto. El
Espíritu no se vale de la "persuasión moral", sino que emplea
un método mucho más certero para tocar el corazón.
Se introduce en lo más profundo y secreto del alma y, Él
sabrá cómo, por alguna misteriosa operación vuelve
el sentir de la voluntad en la dirección contraria, de manera que,
como Ralph Erskine dice paradójicamente, el hombre es salvado "con
pleno asentimiento en contra de su voluntad"; es decir, en contra de su
vieja voluntad. Pero es salvado con pleno asentimiento, porque ha sido
hecho deseoso en el día del poder de Dios. No penséis que
nadie vaya a ir al cielo pateando todo el camino y forcejeando contra la
mano que le lleve. No imaginéis que nadie vaya a ser lavado en la
sangre del Salvador en tanto que este tratando de apartarse de su lado.
Oh, no. Es completamente cierto que, al principio, todo hombre se opone
a ser salvo. Cuando el Espíritu Santo deja sentir su influencia
en el corazón, se cumple la Escritura: "Llévame en pos de
ti, correremos Proseguimos tras Él en tanto nos lleva, contentos
de obedecer la voz que una vez despreciamos. Pero el quid de la cuestión
está en el cambio de la voluntad. Cómo ocurre esto, ninguna
carne lo sabe; es uno de esos grandes misterios que son claramente percibidos
por sus resultados, pero cuya causa ninguna lengua podría decir,
ni ningún corazón adivinar. Sin embargo, por su forma aparente,
yo puedo deciros cómo opera el Espíritu Santo. Lo primero
que el Espíritu encuentra cuando entra en el corazón del
hombre es esto: que la persona está pagada de sí misma; y
no hay nada que impida tanto al hombre venir a Cristo como el tener una
excelente opinión de sí mismo. Dice el hombre: "Yo no necesito
ir a Cristo. Mi justicia es tan buena como cualquiera pudiera desear, y
estoy convencido de que puedo entrar en el cielo por mis propios méritos".
El Espíritu Santo destapa su corazón, le muestra el repugnante
cáncer que está carcomiendo su vida poco a poco, le descubre
toda la negrura e inmundicia de aquel vertedero del infierno -el corazón
humano-, y entonces el hombre tiembla horrorizado. "Jamás pensé
que yo fuera así. ¡Oh!, aquellos pecados que yo consideraba
como minucias han elevado sus ramas a gran altura. Lo que yo tenía
por colina, se ha convertido en montaña; lo que antes era mancha
sobre la pared, ha llegado a ser ahora como cedro del Líbano." "¡Oh!",
dice para sí, "trataré de enmendarme; haré tantas
buenas obras que borre todas mis negras acciones." Es entonces cuando llega
el Espíritu Santo y le muestra que no puede hacer tal cosa; le despoja
de todo su fantasioso poder y fuerza de tal forma que, haciéndole
caer en agonía sobre sus rodillas, dama: "¡Oh!, una vez creí
poderme salvar por mis buenas obras, pero ahora veo que
"Toda una eternidad llorar podría, Podría en vivo
celo desvelarme; Mas esto mi pecado no expiaría. Sólo Tú,
mi Señor, debes salvarme".
Entonces el corazón se deshace y el hombre se encuentra al borde
de la desesperación. Y dama: "Jamás podré ser salvo.
Nada puede salvarme". Pero he aquí que se acerca el Espíritu
Santo, muestra al pecador la cruz de Cristo, y ungiendo sus ojos con colirio
celestial le dice: "Mira aquella cruz; aquel Hombre murió por salvar
a los pecadores; tú sabes que lo eres, É1 murió por
ti!" Y hace que el corazón pueda creer y venir a Cristo. Y cuando
viene, traído por el dulce influjo del Espíritu, encuentra
"la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, la cual guardara su
corazón y pensamientos en Cristo Jesús". Ahora pues, podéis
percibir que todo esto puede ocurrir sin ninguna compulsión. El
hombre es traído tan voluntariamente que parece como si no fuera
traído; y viene a Cristo con pleno consentimiento, con tan pleno
consentimiento como si ningún influjo secreto hubiese sido ejercido
en su corazón. Pero es completamente necesario que esa influencia
haya tenido lugar, o de otro modo nunca hubiera habido ni habría
nadie que quisiera o pudiera venir al Señor Jesucristo.
III. Y ahora, cuando estamos próximos a terminar, concluiremos
nuestro sermón haciendo una aplicación práctica de
la doctrina, y confiamos en que sirva para consuelo. "Bien", dirá.
alguno, "silo que este hombre predica es verdad, ¿qué voy
a hacer con mi religión? Porque, ¿sabe usted?, llevo muchos
años esforzándome, y desazona oírle decir que nadie
puede salvarse por sí mismo. Yo creo que si, si es que se persevera;
y sí he de admitir lo que usted dice, tendré que abandonarlo
todo y comenzar de nuevo. Mis queridos amigos, sería algo maravilloso
si así lo hicierais. No creáis que yo me alarmaría
si tomarais esa decisión. Tened presente que lo que estáis
haciendo es edificar vuestra casa sobre la arena, y es una obra de caridad
la que os hago al sacudirla un poco. Os aviso en el nombre de Dios que,
si vuestra religión no tiene bases más firmes que vuestra
propia fuerza y poder, no resistiréis el juicio de Dios. Nada perdurará
por toda la eternidad, sino aquello que procede de la eternidad. A menos
que el eterno Dios haya hecho su buena obra en vuestros corazones, todos
vuestros actos habrán de rendir cuentas en aquel gran día
del juicio. Es en vano que seáis asiduos visitantes de iglesias
o capillas, guardadores del domingo, y observantes en vuestras oraciones;
es inútil que paséis por buenas personas ante vuestros vecinos
y que vuestra conversación sea intachable; es en vano que confiéis
en estas cosas, si son toda vuestra esperanza de salvación. Continuad,
sed tan virtuosos como queráis, guardad perpetuamente el domingo,
vivid tan santamente como podáis. Yo no os disuadiré de ello.
Dios no lo quiera; creced en buenas obras, pero, por amor a vosotros mismos,
no pongáis en ellas vuestra confianza: porque si fiáis en
ellas, descubriréis, cuando más las necesitéis, que
no os sirven para nada. Y si hay algo más para lo que os hayáis
sentido capaces sin el auxilio de la divina gracia, cuanto antes os desembaracéis
de la esperanza que ha sido engendrada por ello, tanto mejor para vosotros;
porque es vana ilusión el confiar en las obras de la carne. Un cielo
espiritual debe ser habitado por hombres espirituales, y la preparación
para entrar en él ha de ser obrada por el Espíritu de Dios.
"Pero", dice algún otro, "yo he seguido las doctrinas de una religión
en la que, por boca de sus ministros, se me ha enseñado que podía
arrepentirme y creer cuando quisiera; y he aquí que yo lo he demorado
día tras día. Creí que podría hacerlo en cualquier
momento, que sólo tendría que decir: Señor, ten misericordia
de mí, y creer, y así ser salvo. Usted me ha despojado de
toda mi esperanza, y siento que el horror y el espanto se apoderan de mí."
A ti te digo también, mi querido amigo: Me alegro de ello. Éste
era el efecto que yo esperaba lograr. Y oro para que este sentimiento te
sea multiplicado. Cuando desesperas de salvarte a ti mismo, confío
en que Dios ha comenzado ya a hacerlo. Me regocijaré cuando te oiga
decir: no puedo ir a Cristo. Señor, llévame, ayúdame";
porque si alguien siente el deseo, aunque no tenga el poder, es señal
de que la gracia ha comenzado a obrar en su corazón, y Dios no le
dejará hasta que su obra sea acabada. Pero no olvides, descuidado
pecador, que tu salvación depende de la mano de Dios. ¡Oh!,
recuerda que estás completamente en sus manos. Tú has pecado
contra Él y, si quiere condenarte, condenado estás. No puedes
resistir a su voluntad ni frustrar su propósito. Has merecido su
ira, y si Él quiere derramar sobre tu cabeza toda la abundancia
de su cólera, tú no puedes hacer nada para evitarlo. Pero
si por otra parte decide salvarte, Él es poderoso para hacerlo hasta
lo sumo. Tú eres en sus manos lo que una indefensa mariposa seria
entre tus dedos. Él es el Dios a quien tú has ofendido cada
día. ¿No te hace estremecer el pensamiento de que tu destino
eterno está en las manos de Aquel a quien has enojado y enfurecido?,
¿no tiemblan tus rodillas y la sangre se te hiela en las venas?
Si así es me gozo en ello, porque esto puede ser el primer efecto
de la acción del Espíritu en tu alma. ¡Oh!, tiembla
al pensar que el Dios al que tú has encolerizado es el Dios de quien
depende completamente tu salvación o condenación. Temblad
y "besad al Hijo, porque no se enoje y perezcáis en el camino, cuando
se encendiere un poco su furor".
Y he aquí ahora el pensamiento que servirá de consuelo:
Muchos de vosotros sois conscientes de estar acercándoos a Cristo
esta mañana. ¿No habéis empezado a derramar lágrimas
de arrepentimiento? ¿No os encerrasteis a solas en vuestra habitación
antes de venir orando en devota preparación para oír la Palabra
de Dios? Y durante el culto de esta mañana, ¿no ha clamado
vuestro corazón desde lo más profundo: "Señor, sálvame
o perezco, porque yo no puedo salvarme a mí mismo"? ¿Y no
podríais alzaros ahora de vuestros asientos y cantar:
"Oh, gracia soberana, te rindo el corazón; Cautivo soy,
de grado, de mi amado Señor. Yo quiero ser llevado en alas de triunfo
A cantar la victoria del Verbo Redentor"?
¿Y no he oído yo mismo que habéis dicho en vuestro
corazón: "Jesús, Jesús, toda mi confianza está
en ti. Yo sé que ninguna de mis justicias y virtudes puede salvarme;
solamente Tú, oh Cristo, puedes hacerlo; pase lo que pase me entrego
completamente a ti"? ¡Oh, hermano!; estás siendo traído
por el Padre, porque no podrías venir si El no te trajere. ¡Dulce
pensamiento! Y si has sido traído, ¿sabes cuál es
la maravillosa conclusión? Déjame decírtelo con palabras
de la Escritura, y ojalá te sirvan de consuelo: "Jehová se
manifestó a mí ya mucho tiempo ha, diciendo: Con amor eterno
te he amado; por tanto, te soportaré con misericordia". Si, hermano
mío que lloras, puesto que vienes a Cristo, Dios te ha traído;
y puesto que Él te ha traído, ello es la prueba de que te
amó desde antes de la fundación del mundo. Eres uno de los
suyos, deja que tu corazón salte dentro de ti. Tu nombre fue escrito
en las manos del Salvador cuando fueron clavadas en el maldito madero.
Tu nombre brilla hoy en el pectoral del Sumo Sacerdote; sí, allí
estaba antes que el lucero del alba fuese emplazado en el firmamento, o
los planetas iniciaran su ciclo. Gózate en el Señor; tú
que has venido a Cristo, y dad saltos de alegría todos los que habéis
sido traídos por el Padre. Porque ésta es vuestra prueba,
vuestro solemne testimonio, de que habéis sido escogidos de entre
todos los hombres en eterna elección, y que seréis guardados
por el poder de Dios, mediante la fe, para alcanzar la salvación
que está preparada para ser manifestada.
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