Capítulo VII
Las dos imágenes
Y como trajimos la imagen del terreno,
traeremos también la imagen del celestial.” (1 Cor. 15;49)
La imagen de Adán fue heredada por sus descendientes. No fue una imagen de
perfección, inmaculada e inocente, sino una imagen dańada con herencia de
pecado y de muerte. Gracias a Dios que el postrer Adán nos justificó y nos
salvó.
“Dios, habiendo hablado muchas veces y en muchas maneras en otro tiempo a los
padres por los profetas. En estos postreros días nos ha hablado por el Hijo,
al cual constituyó heredero de todo, por el cual asimismo hizo el universo: El
cual siendo el resplandor de su gloria (la de Dios) y la misma imagen de su
sustancia, y sustentando todas las cosas con la palabra de su potencia,
habiendo hecho la purificación de nuestros pecados por sí mismo, se sentó a la
diestra de la Majestad en las alturas.” (Hebreos 1:1-3)
Jesucristo, al purificarnos de nuestros pecados por el sacrificio de sí mismo,
nos habla con la palabra de su potencia diciendo que ya tenemos su imagen, la
celestial. “Somos transformados de gloria en gloria a su semejanza como por el
Espíritu del Seńor.” (2 Cor. 3:18)
“Dios nos predestinó para ser hechos conformes a la imagen de su Hijo, para
que él sea el primogénito entre muchos hermanos.” (Romanos 8:29)
Ya hemos dicho que la imagen de Jesús en nosotros, es la nueva criatura, el
espíritu adoptado en Jesucristo, el hombre interior, el hijo de Dios en
posición eterna, cierta, segura y confiada con la herencia recibida que es la
vida eterna.
Cuando Jesucristo hizo la purificación de nuestros pecados, se produjo en
nosotros su imagen sin mancha, arruga ni cosa semejante. Fuimos declarados
inocentes con la deuda del pecado saldada. (Tetelestai: saldada la deuda)
Entonces fue y se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas.
Pero éste, habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio para siempre,
está sentado a la diestra de Dios.
Recordemos que Dios no puede morir, pero el hombre Jesús para eso fue
predestinado, engendrado y sacrificado para que llegásemos a recuperar la
gloria perdida, recuperar la imagen de Dios y sentarnos junto con Jesucristo
en su trono.
“Empero Dios, que es rico en misericordia, por su mucho amor con que nos amó,
aun estando nosotros muertos en pecados, nos dió vida juntamente con Cristo;
por gracia sois salvos; y juntamente nos resucitó y asimismo nos hizo sentar
en los cielos con Cristo Jesús.” (Efesios 2:4,5)
Ya dijimos que el poder que resucitó a Jesús de los muertos fue el mismo poder
que nos resucitó a nosotros. (Efesios 1:19,20, 2:1,2)
Aun más claro y específico: “Y si el Espíritu de aquel que levantó de los
muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó a Cristo Jesús de los
muertos, vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora
en vosotros.” (Romanos 8:11)
De la única manera en que podíamos disfrutar del trono como herederos era
recuperando la imagen celestial perdida. El hecho de que la palabra mencione
que nos resucitó juntamente con Cristo, también asevera que nos sentamos junto
con él en su trono. Disfrutemos de la herencia.
La nueva creación es espiritual
“Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, los tales son hijos
de Dios. Porque no habéis recibido el espíritu de servidumbre para estar otra
vez en temor; mas habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual
clamamos, Abba, Padre. Porque el mismo Espíritu da testimonio a nuestro
espíritu que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos, herederos de
Dios, y coherederos de Cristo; si empero padecemos juntamente con él, para que
juntamente con él seamos glorificados.” (Romanos 8:14-17)
Recordemos que esta glorificación que Pablo menciona sucederá cuando
Jesucristo regrese; es la glorificación del nuevo cuerpo en el día de la
redención. (vs. 23) Esa redención es la segunda adopción: la de nuestro
cuerpo.
El Espíritu Santo, el Dios Espíritu, es el anticipo de nuestra herencia, el
cual nos selló hasta el día de la redención del cuerpo. (Efesios 1:13,14,
4:3)
Bien dicho por Pablo, por ser herederos, el Espíritu Dios nos selló y se dió a
sí mismo como anticipo (arras) hasta el final de la vida terrenal. Ya nuestro
espíritu de adopción fue ratificado el día que Dios nos concedió creer y
padecer por Jesucristo (Filipenses 1:29) Abba, Padre!
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